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ISSN 1989-4163

NUMERO 115 - SEPTIEMBRE 2020

 

La Cafetera Nueva

Javier Cánaves

En uno de sus poemas, el titulado “Cómo ser perfecto”, Ron Padgett afirma: «Cuida primero de las cosas cercanas. Ordena tu habitación antes de salvar el mundo. Después, salva el mundo». Me resulta muy sencillo, a mi edad, identificarme con esta afirmación. Mi hija de diecisiete años, incapaz de mantener ordenada su habitación más de una hora, diría que es una frase conservadora, propia del pequeño-burgués acomodado, amante del orden, en que me he convertido. Me parece bien. A mí, a los diecisiete, también me habría parecido una frase aborrecible. Ahora, que alguien al que le cuesta un mundo ayudar en las tareas domésticas, es decir, no predispuesto a echar una mano a los currantes que con su esfuerzo mantienen en condiciones el lugar en que se vive, despotrique contra todos esos que no se arremangan para mantener el barco a flote, es decir, contra todos esos que solo piensan en su comodidad, me parece una incoherencia a tener en cuenta, eso sí, una incoherencia entendible, ya que todos, más o menos, hemos sido así de adolescentes, quiero decir, hemos sido así de incoherentes.

Pero estas frases de Padgett, como toda su poesía, hablan de una manera particular de mirar el mundo, una manera alejada del tremendismo, de lo dramático, de lo en exceso artificial, cerca de la ironía, el juego y la relajación. Sí, ya sé, algo muy conservador. Pero, a mi edad, me resulta sencillo identificarme con esta forma de mirar. Centrarse en lo pequeño, en lo cotidiano, en lo que está cerca; una caja de cerillas, la paella negra que el otro día comimos en Porto Colom, unos versos sin mayúsculas ni desgarros obvios, estridentes. Algo muy aburrido, diría mi hija de diecisiete años. ¿Aburrido el reino de lo sutil? Ok, lo acepto, soy un buen encajador.

Pero creo que me estoy liando. Mientras escribía, me ha dado por pensar en la magnífica labor que están haciendo desde la editorial Candaya. De esta editorial, en los últimos meses he leído unas cuentas novelas: Vivir abajo, de Gustavo Faverón; Nación Vacuna, de Fernanda García Lao; Factbook. El libro de los hechos, de Diego Sánchez Aguilar; Mandíbula, de Mónica Ojeda (en  proceso de lectura). He disfruta –y estoy disfrutando– de todas estas propuestas… ¿tremendistas?, ¿salvajes? Es como si los editores de Candaya se alinearan con mi hija de diecisiete años y dijeran que sin secuestros, torturas, violaciones, genocidios, etc., o mejor dicho, sin un conflicto fuerte, la literatura se convierte en un asunto un tanto aburrido, similar a ordenar la habitación propia (cuando todo el mundo sabe que lo realmente divertido es salir a salvar el mundo).

Tal vez, sin habérmelo propuesto, he llegado a una de las grandes diferencias –en comparación a la narrativa– que percibo en mí cuando me siente a leer poesía. A ver cómo lo digo. Cuando leo poesía, necesito creerme al poeta, y cuando digo poeta me refiero a la tipa o tipo que escriben los poemas. En cambio, cuando leo narrativa, el novelista me resulta indiferente. Lo que le pido a una novela es que me enganche, que me entretenga. Y eso sí: necesito creerme al narrador (o, al menos, sentir la necesidad de dejarme embaucar por él o ella).

En fin, una tontería. Lo bueno de tener los años que tengo es que ahora soy capaz de disfrutar de propuestas muy diferentes entre sí. Y no solo eso: hay días en que me siento como Ron Padgett y me apetece escribir sobre la cafetera nueva que nos compramos; y otros en los que, sin cadáver de por medio debidamente torturado, no me siento a escribir, faltaría más.

Una última cosa. Cuando nos sentamos a escribir sobre nuestra cafetera nueva, en realidad no escribimos sobre nuestra cafetera nueva, salvo que seamos muy zoquetes.

 

 


 

 

la cafetera nueva 

 

 

 
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